La prueba de admision fue un duelo con la desilución. Entrené mi capacidad de amar desde los 17 años, durante 6 meses combatí con mis propios maestros, quienes tratándome de ayudar, invocaron al un gusano de tierra, el guardián de la realidad más cruda. Salí mal herida, con secuelas enormes que duraron una eternidad. Durante ese entrenamieto viaje una y mil veces, siempre al mismo lugar, pero cada vez con armaduras más pesadas que lastimaban mi piel. El metal de mi lanza y de mi propio yelmo se incrustaba, otorgándome como unico trofeo el dolor ácido del despertar.
Después de la dura prueba de los 6 meses, la vida me aceptó y con mi medalla logré escalar de posición. Ya no peleaba con monstruosos gusanos de tierra, esta vez subí de categoría. Después de un enorme festín, celebrando mi triunfo, llegó la hora de seguir entrenando. No volví a viajar durante los 9 meses siguientes que duró este entrenamiento. En el mismo doyo estaba el enemigo, quien me botó al suelo dos veces con el aliento de su ira y su despecho. Cuando estuve a punto de recibir el tercer golpe, el de la derrota, coloqué la punta de mi lanza frente a mi, el dragón confundido se quedó quieto. Yo me di media vuelta, esperé que se acercara, mi lanza atravésó mi pecho y se enterró en la lengua del dragón. Así logré vencer al segundo enemigo y pasar a la siguiente fase.
El cuerpo del dragón quedó en el Doyo, esparcido por la arena, y aunque no estaba vivo, su cola aún golpeaba la tierra, remeciéndola cuando me paseaba buscando mi pulmón que había perdido al enterrarme la lanza. Una vez que lo encontré estuve tres meses bajo el cuidado de una rubia doncella de ojos azules y sonrisa de cristal. Mi cuerpo estaba demasiado destrozado para seguir con el entrenamiento, pero no podia abandonar tanto tiempo de esfuerzo por algo tan efímero como el cuerpo mismo.
Los tres meses de recuperación estuvieron colmados de alegría, esa mujer me llenó el alma y me selló el cuerpo. En ese momento mi vida podria haber dado un giro enorme. Podría haber abandonado todo por ella, pero mi entrenamiento fue tan intenso que me acostumbré a tratar con monstruos y mi escasa experiencia en amores no sirvió para despertar mis sentidos. Una vez curado, brindé con ella y en su brebaje añadí la baba del gusano y el aliento del dragon. No queria sufrir por ella y no podía ser tan desagradecido como para destrozar nuevamente este cuerpo que ella tanto se esmeró por cuidar, a pesar de que en su cara siempre se vislumbraba un atisbo de desprecio. Asi que la recosté sobre esa cama en la cual estuve postrado los tres meses de recuperación y la dejé durmiendo tras un beso eterno.
Después de salir del castillo, me dirijí nuevamente al Doyo. Mi maestro me dijo que ya no podía volver. Que el entrenamiento ya habia acabado. Yo, desesperado le imploré que no me abandornara, pero él me cerro las puertas sin siquiera despedirse.
Afligido caminé por los bosques, crucé riachuelos, recorrí extensas playas, tratando de encontrar el sentido de todo esto que tan abruptamente terminó. A veces mataba insectos que trataban de atacarme, pero hacia caso omiso de su magnitud y el daño que podrían provocarme. Hasta que una noche, mientras caminaba cabizbajo por los callejones de un pueblo olvidado me enontré con un sacerdote. Un hombre sabio, de rasgos finos y cuerpo esbelto. Un maestro con las dagas. Un filósofo excepcional. Este hombre me llevó a su templo, me despojó de culpas, lavó mis pies y mis manos. Su poder manejó mis sentidos y me hipnotizó para adorarlo y venerarlo durante casi 1 año. Con él gané toda la sabiduría que necesitaba para someter a toda alimaña que se interpusiera en mi camino. Sin embargo tuve que pagarle con mi yelmo, mi armadura y mi lanza. Él me dió un libro y un espejo. El libro para recordar los hechizos, el espejo para recordar quién soy. Pero antes de partir, el sacerdote amarró mis pies y mis manos, los que antes habia lavado para liberarlos de toda culpa, ahora los ataba para asegurarse de que debía luchar utilizando mi mente.
Y así segui mi camino, esta vez viajé con mi mente y volví al Doyo a buscar a mi antiguo maestro y mostrarle mis nuevas habilidades. Cuando llegué, no encontré más que un Nogal. Me pareció familiar. Precisamente era el nogal que me alimentó en los días de dudas con mi supuestamente entrenamiento inconcluso cuando caminaba por el bosque. Lo ví y recordé al maestro, recordé el Doyo, el gusano de tierra, el dragón, la doncella, el sacerdote. Abracé al nogal me senté y apoyé mi espalda en su tronco. Medité y sin esfuerzo deslicé mis manos y pies, despojandome de las cadenas que los ataban. El nogal dejó caer una nuez sobre mi regazo. Yo sonreí, me miré al espejo y concluí que mi entrenamiento ya había terminado.
El combate se da en el entrenamiento, una vez que lo terminas ya no es necesario seguir luchando, porque ya entiendes todo.
Las batallas rendidas y los caminos andados por el paladín son sagrados. El ha hecho todo eso para llegar a abrazar ese nogal, su paraíso.
Si no fuera por todo lo que me ha tocado sufrir, probablemente no sería tan feliz como ahora. Lo siento, no puedo hacer bromas con algo tan sagrado, tortuoso y hermoso a la vez.